
30 marzo, 2017
VIRTUS DORMITIVA. El teatro dorado de la crítica arquitectónica o cómo la virtus dormitiva toma el mando.
Sin sabor alguno, que el oro sea comestible merece el lugar de un inicio para acondicionar el pensamiento arquitectónico, a vueltas con el papel que le pueda corresponder en nuestro tiempo. Un papel dorado, diríamos, para procurar un estado de ánimo envolvente en el preocupado arquitectónico, si es que alguno queda, inundados todos los supuestamente interesados por los “matters of facts”.
Jocosos, encandilados, supersticiosos, agoreros y criticones, los estados de ánimo que destellan brillos amarillentos pertenecen a quienes retienen lo que de suyo -así lo creen y lo defienden con vehemencia- les pertenece: asimilan lo que debería evacuarse, antes incluso de ser objeto de ingesta. Chesterton decía que en las comedias griegas se encontraban personajes aferrados a sus envolventes doradas, sean éstas por el amarillo del oro o por fiebres amarillas. Buenas o malas, eran suyas, y su fulgor los definía. Comerse el oro, legal tanto en Europa (si en su etiqueta reza un E175, oro es lo que adereza) como en los Estados Unidos, implica un realce de figura, indiferente e inmune a supercherías tragicómicas. Atrás quedan los días en que vestir de amarillo proveía al actor o su entorno una miseria irrevocable e irracional.
Que Molière acabara muerto de amarillo no alberga en nuestros días causa de aposento infame de las cualidades escénicas de un actor reubicadas en aureolas mágicas sin teúrgias a las que encomendarse. Todo lo contrario, el aposento se reconfigura en aposematismo, lo cual sería de agradecer, si de advertir se trata contra los peligros que conlleva acercarse demasiado a quien luce el amarillo centelleo.
Por lo que al aposento en su morfología teatral se refiere, mantiene su condición arquitectónica, aunque sometido a una operación contra-espacial. Nada nuevo, ciertamente, pero no es tan evidente ni tan parangonable lo que amenaza con el color de la palidez enfermiza, como la ictericia al consumidor de opio que, a sabiendas, encumbra indolentemente sus sueños, como experimentó en Ibiza Walter Benjamín y consignó en su “Notas sobre el Crock” entre 1927 y 1934. Nada nuevo, si recordamos por esas fechas a los hermanos Vesnin junto con Liubov Popova preparando la escenografía para “El hombre que fue Jueves” de Chesterton, en una maqueta de 1922 que bien podría haber sido construida en latón amarillo. O si mentamos a otros hermanos artistas en el devenir creativo de la revolución de octubre, los Stenberg (Georgi Avgustovich y Vladimir Avgustovich), que montaron escenografías para Aleksandr Tairov en la sala moscovita Kamernii desde 1922 a 1931, incluyendo la obra “mock-chinese” de Henry Berimo titulada “la chaqueta amarilla”. Esa representación renunció a la escenografía para ensamblar un hecho arquitectónico completo donde ubicar la escena. No hay mención explícita a los Stenberg en el libro de Sloterdijk. “Has de cambiar tu vida”, pero que nomine un capítulo ‘La revolución de octubre: un narcótico de éter’ (pág. 483), no parece ir a la contra en nuestros supuestos. Más bien al contrario: Sloterdijk introduce la anestesia médica como el derecho a desvanecerse, a no tener “que-estar-presente” en ciertas situaciones extremas de la propia existencia psicofísica.
Tales experimentaciones soviéticas se suman a las estructuras preparadas para deshacer la interioridad teatral por El Lissitzky, para la obra de Sergei Tretyakov “Quiero un bebé”, con encargo a Meyerhold en 1929 y nunca realizada, salvo si contamos la doble hélice de la piscina de pingüinos del Tecton Lubetkin y del hacedor Arup en el Regent’s Park Zoo de Londres en 1934. No estará de más dejar definitivamente dicho que el fulgor que emite el encuentro replicante de Lissitzky con Lubetkin es de color amarillo. Borges se encontró consigo mismo en “El Otro”, uno soñando en vigilia, su otro viviendo en sueños, donde el destello de la visión residual, por su avanzada ceguera, no podía ser sino amarillo, como amarilla es la cresta de la especie Penguin Rockhopper que mora en el receptáculo interior que quiere ser lejanamente exterior al zoo londinense. La experimentación de obra de arte total disolviendo teatro, arquitectura, pintura, música, tuvo un lugar donde el depósito de sueños construyó una realidad para nombrar la ciudad. No es de extrañar que Tafuri, (triangulando focos desde el Arbeitsrat für Kunst Berlinés, el futurismo italiano y la experimentación de Meyerhold y Eisenstein), dedicara una copiosa investigación a la “Escena como ciudad virtual” en su “La Esfera y el Laberinto” y que en otro sitio hayamos argumentado que hoy es, más bien, su reverso: “la ciudad virtual como escena”.
En el intercambio de posiciones que signan estos pocos antecedentes arquitectónicos sobre las formas de la exterioridad en su interioridad y viceversa, la crítica arquitectónica del momento ha encontrado su lugar. Su aposento, diría yo, por seguir con la palabra, por caracterizarse en uno en concreto, grande y lujoso, como obliga el querer ser fiel a su etimología. Quienes hayan leído estos días la prensa, no pueden negar que es toda un poco más amarilla, hasta el punto de confundir oro con oropel, en lo que el doctor Oliver Sacks llamaría un extraviarse en un mundo extraño. Las insólitas tergiversaciones de la percepción que aquejan en conjunto a nuestro tiempo, sin inmunidad posible, muestran en su anamnesis pérdida de memoria y de la capacidad de reconocer a sus allegados, y a sus cosas y costumbres cotidianas. Cierto es que tal enfermedad es ahora vacuna: se espolvorean las cortinas del aposento con colorante alimentario E175 para una exhibición rutilante de cuerpo impropiamente ágil, de mente ante todo pronóstico clarividente, sobre la que los hipocondríacos celebrantes sientan en su ánimo que tener fiebre amarilla es volver a ser un pionero lavando oro en el Yukón. Chesterton lo decía para la comedia griega pero la nuestra también tiene su miga, de pan de oro, claro. Por ello es tan recurrente en la prensa estos días la atención a peinados como crestas de pingüinos de ceguera incipiente poseedores de doble hélice -de pura cepa- internándose en su exterioridad.
Ilustración 1. Aposento aposemático. “El hombre que confundió a su mujer con un drapeado”. Blarb. Los Angeles Review of Books.
No obstante, muy probablemente, viendo sus embates con George Bernard Shaw, Chesterton sería capaz de refutar críticamente la cadena de relaciones montadas por mí sobre lo amarillo. Si Shaw se permitía exagerar sus posiciones ideológicas hasta la impostura, como buen hombre de teatro, Chesterton no entraba en el fondo del problema sin antes despejar la forma en que éste es planteado. Shaw provocaba al decir que se debería matar en tanto no hubiera una distribución de la riqueza, mientras que Chesterton deshacía el improperio, antes de pasar a matizar que lo que se debe distribuir es el poder. Fue Borges quien despejó de Chesterton que en sus libros define lo cercano por lo lejano, y aún por lo atroz, y que en los confines occidentales del mundo existe algo, una torre, cuya sola arquitectura es malvada. De modo que, al modo Chesterton, si la arbitraria tautología constituida confundiendo pingüinos con electores no diera sino una expresión de disgusto, si detenernos a mirar hacia arriba en el número 725 de la quinta Avenida de Nueva York resultara ridículamente evidente, si la jaula de un zoo -la que no se ve nunca en tanto que sólo deseamos ver lo que contiene- se hace presente para distraer del dragón –amarillo- que se nos escapó, deberemos despejar estas connotaciones de juicios forcluidos, que diría Lacan en su Seminario sobre la psicosis.
Ilustración 2. Yellow Peril: The European Nightmare. Museo de Bellas Artes, Boston. Por T. Bianco, c. 1900, satirizando el miedo generado por el Káiser Guillermo por la afluencia de obreros chinos a Europa.
La cuestión es que al hablar de arquitectura -tenor de los tiempos, seguramente-, nos hemos vuelto mordaces, moralistas y esquivos al tratar con su estatuto. Y es que es difícil sustraerse y recentrarse en lo propio. Quizá es que deba aceptarse que, desmoronado el papel de la crítica, por muy refulgente que aún se muestre, la perspectiva con que nos encontramos cada mañana al despertar no dé energías contra el desánimo. Y sólo queda el lamento, con sorna. Cuando Shaw aún no conseguía representar sus obras, Oscar Wilde eludía la censura victoriana publicando primero en francés y convenciendo a Sarah Bernhardt, nada menos, para que estrenara en París -y de riguroso amarillo- alguna de sus obras. José Luis Pardo lo relata con la finura irónica que daría más pátina a la diagnosis actual por lo amarillento en “Esto no es música” (p. 275). Ahí recuerda el filósofo madrileño que Wilde persuade al editor e ilustrador de la escandalosa (Biblical stumbling block) revista de vanguardia “The Yellow Book”, Aubrey Vincent Beardsley, el “más perverso heredero de la Hermandad Pre-Rafaelita”, para la edición de “Salomé” en inglés. Chesterton también fue un declarado pre-rafaelita, medievalista y entregado a los sueños. En lo tocante a las chanzas que recibieron los fascinados contra la vigilia bastaría poner por caso los grabados del asimismo escritor George du Maurier (y, sin embargo, autor del arquitecto soñador “Peter Ibbetson”), pero eso ahora no es relevante. Lo que sí puede llegar a serlo es que arquitectos y académicos como Michael Sorkin sirvan de puntal firme a nuestros supuestos. El profesor Cooper Union y de tantas otras universidades worldwide, además de tener una importante oficina, es redactor habitual en The Nation –una revista semanal que publica desde 1865- convirtiéndose por un reciente y revelador artículo, en ese actor cómico que pasa de comportarse como un sacerdote a ser, en el teatro épico, un filósofo, si fuera Benjamin el que lo definiera, como lo hizo con Brecht. O un moralista indignado, si lo ponemos en la larga cola de los que se apuntan a dar repasos co-laterales a la arquitectura.
Sorkin pareciera que elabora una compleja trama de represiones actualizadas en un presente simbólico de tonalidades amarillentas, en la manera en que Sabine Dorian muestra el libreto de un cambio de época en su libro “The culture of Yellow or the Visual Politics of Late Modernity”. Antes usé el término forclusión. Es la traducción de Lacan del concepto freudiano de Verwefung, rechazo, denegación, exclusión, un mecanismo característico de la paranoia. Virilio sugiere, en “Amanecer crepuscular” (pág. 80 a 84), de manera más fenomenológica, que es la sensación espacial de estar encerrado, clausurado, separado, rodeado. Pero sería un encierro enfermizo en un exterior, conectado con las imágenes de intimidades doradas, de ahí el texto de Sorkin, y por medio del eco sin retorno de sentencias en las redes sociales.
La aprensiva “muerte por amarillo” en 1673 de Molière se produce en el momento de su cuarta representación de la que obviamente será su última obra teatral: “El enfermo imaginario”. Tal doliente crónico de males todos, el personaje Argan, quiere casar a su hija con el hijo de su médico Diafoirus, también médico en ciernes, para así tener asegurada su atención. No conseguido su propósito, accede al verdadero amor de su hija siempre que se convierta en doctor. Él consiente a serlo, y a boticario, y a lo que haga falta, ya perdió su venda dorada, y haría lo que fuera necesario para su amada y para contentar a su suegro. Pero el hermano de Argan le dice que para qué forzar a su futuro yerno si él mismo puede ser médico, y esa misma noche. Mientras manda a Argan a vestirse con buenos ropajes, él explica a su sobrina que es una chanza, que unos disfrazados carnavalescos le recitarán unas frases médicas en latín que de seguro sabrá responder por su larga trayectoria como enfermo y sus relaciones con galenos (<<Sí; no se necesita más que hablar, vistiendo una bata y un gorro como ésos, y cualquier galitatías se vuelve ciencia pura, y cualquier tontería, una razón>>). Y le examinan su sapiencia:
Mihi a docto doctore
Domandatur causam et rationem quare
Opium facit dormire:
A lo que respondeo,
Quia est in eo Virtus dormitiva,
Cuius est natura
Sensus amodorrativa.
Se le demanda explicar la causa y la razón por la cual el opio provoca sueño. Y Argan responde con un latín cuasi inventado: “Porque es en él el poder de la calidad durmiente, de la cual es la naturaleza del sentido del dormitar”.
Dado que Sorkin, empecinado en colateralizar el papel de la arquitectura, sigue el juego de las escrituras en tono iracundo pero sardónico, que tendrían los artículos periodísticos de secciones de últimas páginas de los periódicos, nosotros estamos probando aquí el método, no vaya a ser que no comprendamos algo que resulte de interés. Él hace una crítica de unos interiores para hablar más allá de ellos, donde su dueño blinda el persistente mobiliario ambarino con gruesos tomos de arquitectura a la vista, pero desairados ante la presencia deluxe de una colección completa de la revista Playboy, encuadernada, tapa negra, con logotipo dorado, huelga decirlo. Lo encontrado en los aposentos conduce a pensar que quien allí vive es un verdadero personaje de comedia griega aferrado a su envolvente dorada, como decía Chesterton. Y de ahí, la asombrosa facilidad con que, una vez que de captura un sueño base, todos los demás se ven arrastrados para verse cumplidos por asociación. Por ello, no es tampoco un asunto nuevo, dado que reconocemos en él (Sorkin no es el único, también lo hace el nobel Krugman) a otros infames personajes que reclutaban a las masas hambrientas de cubrir sus sueños con refulgentes aditamentos, mientras ellos mismos se encerraban en sus aposentos. Otro asiduo de The Nation, cuando está serio, y de Playboy, para su lado lascivo (así es como él mismo se define cuando escribe) es el agitador Stephen Ducombe, profesor de la Universidad de Nueva York en Media, Cultura y Comunicación. Para él, el momento actual es el que hace causar baja a la Realpolitik, dando paso a la Dreampolitik, relatado en su libro “Dream: Re-Imagining Progressive Politics in an Age of Fantasy”.
Desde mi parecer, varias consecuencias pueden extraerse de esta cadena lógica que se inicia con el amarillo como color de adormecimiento inducido y que acaba con una comprensión política por contagio paranoide que hace que la acción arquitectónica se pinte a tono y, si hay o es crítica, sea una redundancia cíclica, quizá por desconcierto o por desesperanza. “I have a dream”, como frase y como discurso, no es lo que vendió Luther King a una compañía discográfica para su reproducción mundial como obtención de royalties, es una importación autoaceptada global que no ha valorado suficientemente su calado, ni siquiera Rifkin en su comparación con el sueño (que es americano) europeo. Tengo la sensación de que la “virtus dormitiva” toma el mando general de las cosas. Y uso ese término porque Bateson en “Pasos hacia una ecología de la Mente” (pág. 11) lo explica bien, aplicado al método científico:
Típicamente, el hombre de ciencia se encuentra enfrentado a un complejo sistema interactuante, en este caso, la interacción entre el hombre y el opio. Observa un cambio en el sistema: el hombre cae dormido. El científico explica luego el cambio asignando un nombre a una “causa” ficticia, situada en uno u otro componente del sistema interactuante.
O el opio contiene un principio dormitivo reificado, o el hombre contiene una necesidad reificada de sueño, una adormitosis, que se “expresa” en su respuesta al opio.
Y, típicamente, estas hipótesis son “dormitivas”, en el sentido de que hacen dormir la “facultad crítica” (otra causa ficticia reificada) dentro del científico mismo.
El estado de la mente o hábito de pensamiento que lleva de los datos a la hipótesis dormitiva y de vuelta desde ella hasta los datos es autorreforzante.
Es como salir uno mismo en las revistas que blindan la escena dorada de un aposento interior en el que recluirse en forclusión, que a su vez refuerzan la consecución de un exterior compuesto por arquitectura, conseguido por arquitectura, y vuelta a empezar: construir un imperio inmobiliario, desde los resquicios del sistema, por encima de las presiones sociales, para que su resplandor provea un narcótico de éter, o de oro comestible, para no tener que estar presente en situaciones psicofísicas donde se atrapan los sueños confundidos por la fiebre y hacer de ellos juicios sintéticos irreprochables que nos comprendan.
Como no hay sustancia en ellos, ni presencia, un buen glaseado dorado, nos dejará al menos hablar de ellos por su impropiedad. Quizá por eso comprenda a Sorkin, aunque me interesa más cuando no moraliza tanto ni se deja ir con el mainstream de lo periodístico.
Insípida, sin sabor alguno, la vida se tinta de amarillo bilioso, sí, y no desde hace unos meses, sino que hemos ido dejando que el color que nos definirá más precisamente sea ese tono hipnótico desde hace décadas, y con las más insignificantes de las pinceladas, aparentemente.
Ilustración 3. Playboy Magazine, Single Issue Magazine – March 1, 1990. El 20 de enero de 2017 Amazon lo vendía por unos 29$. Nótese el ‘bocadillo’ que aparece: “Nice magazine. Want to sell it?”.
Ya dijo Nietzsche en “Más allá del bien y del mal” que Kant escribió tan hermosamente, tan detalladamente, tan venerablemente sobre la existencia de los juicios sintéticos a priori, los que permiten ampliar lo que conocemos del mundo, que toda la filosofía alemana se puso manos a la obra, sin atisbar que su justificación era una tautología: por la facultad de una facultad. Y empleó el diálogo del teatro de Molière, que serviría igualmente hoy para recordarnos y advertirnos cuán recurrentemente somos todos culpables de lo dormitivo en Europa (pág. 13), sólo sustituyendo la filosofía alemana de allí, por la cultura, política y arquitectura norteamericana de hoy:
no se dude de que ha intervenido aquí una cierta virtus dormitiva [fuerza dormitiva]: los ociosos nobles, los virtuosos, los místicos, los artistas, los cristianos en sus tres cuartas partes y los oscurantistas políticos de todas las naciones estaban encantados de poseer, gracias a la filosofía alemana, un antídoto contra el todavía prepotente sensualismo que desde el siglo pasado se desbordaba sobre éste, en suma —sensus assoupire [adormecer los sentidos]…
A la espera de mejores tonalidades desde las que elegir nuestras contribuciones al pensamiento arquitectónico, debe unirse la gestación de un kit alternativo de resistencia urbana, que no sea tan ingenuamente autorreforzante a nuestros ojos como el que Archigram urdió en 1967.
¿Serán las Escuelas de arquitectura un lugar inmune al amarillo como para generarlo?
Ilustración 4. Living city survival kit. Archigram. 1967