8 enero, 2015
NO HAY BANCOS EN WALL STREET
El siguiente texto fue concebido como prólogo para el libro de Manuel Delgado El Espacio Público como Ideología, editado por La Catarata en 2015.
Glosar un texto de alta calidad nos exige el intento de ponernos a su altura. Y eso requiere subir unos cuantos peldaños:
1.- “DIVIDIR PARA VENCER”.
Las precauciones del Poder frente al poder de la escasa y verdadera arquitectura están más que justificadas. La arquitectura –y por extensión la ciudad y sus espacios- conforma en sí misma una síntesis –quizá única- de Infraestructura Geográfica, Estructura Económica y Superestructura Ideológica. Sobre ésta última, el presente libro contiene un estudio no solo interesante sino iluminador e importante. Esas tres grandes estructuras acumulan demasiado poder para una sola disciplina. Arquitectura y urbanismo han sido escindidos entre sí, no por razones de especialización en la división social del trabajo, sino por aquella vieja táctica militar. Por separado, ambas disciplinas son inocuas, inanes frente al Poder o sistema de saqueo. Juntas, a partir de la denuncia de lo peor, podrían construir lo mejor para la ciudad. Tecnificadas, ambas disciplinas pueden sobrevivir gracias a sus técnicas, siempre serviles. Es así como en la neoliberal ciudad postmoderna, la geometría de la ciudad ha llegado a estar –gracias al apoyo de conservadores y de socialdemócratas- en las exclusivas manos de especuladores, mafiosos y rastacueros del casino inmobiliario. La arquitectura que no construye ciudad -es decir que no construye espacio público- es cosa venal, sirvienta del capital, mala arquitectura. La calidad de la arquitectura urbana –ver Genus en E. Pound- se mide con su cantidad de verdad arquitectónica. Solo el poder de su calidad urbana puede redimir a la arquitectura, y liberarla de su corrupción intrínseca: de su compromiso y eterno contrato con la ideología dominante –o de la clase dominante- y con el Poder neoliberal y global.
2.- A ELEGIR: O FANTASÍA O QUIMERA.
La verdad y la calidad urbanas pueden medirse. La verdad –siempre en marcha dialéctica- se reconoce en la escasa arquitectura urbana de calidad. Se distingue porque apela a la inteligencia, al pensamiento crítico y al desarrollo ético, estético y epistémico de toda persona. Ejemplo: sin una drástica reducción de la jornada laboral (ver Marx: El Capital.47) la verdadera libertad, esto es, el desarrollo integral de toda persona, no será posible: lejos de constituir una imaginativa utopía realizable, se quedará por el contrario en una quimera alienante y fantasiosa. La utopía realizable -o espacio público- es Razón Común, episteme platónico y verdad geométrica, siempre amenazada desde la doxa, opinión o negación de la inteligencia (Platón). Porque el espacio público, igual que esa opinión pública, si no se construye con la verdad auténtica -o verdad de las víctimas- no servirá para nada. Ejemplo: en el Madrid postmoderno de la colusión o complicidad entre neoliberales y socialdemócratas –PAUS, Ley Boyer, Ley Aznar- el fracaso urbano viene dado por la liquidación -en beneficio privado- de las políticas estatales de viviendas baratas, viviendas de protección oficial etc. Allí, la especulación salvaje se ha revestido con viarios de anchura desmedida en una seudociudad cuya errónea densidad define la ciudad fantasma. Para que nadie tenga dudas sobre el Poder postmoderno del Gran Sujeto, la principal estación de Metro hoy se llama Vodafone-Sol. El neoliberalismo capitalista sobrevive privatizando lo común en cualquier servicio público. La ciudad fantasma o postmoderna es la otra cara de la misma moneda antiurbana que en el centro de la ciudad exhibe el poder de la gran industria automovilística. Es la misma que mutila el espacio común, y que privatiza las calzadas con el abusivo aparcamiento masivo a lo largo de ellas. Todo ello en detrimento del ancho de la acera: otra forma de privatizar lo común.
3.- NI MOSES NI JACOBS.
Con el pretexto de combatir el racionalismo contable o militar, el Romanticismo -esa ideología pequeñoburguesa- entronizó la superstición, la irracionalidad, el oscurantismo pagano y finalmente, la sinrazón de la fuerza: el fascismo. Véanse las obras (no solo escritas) de R. Wagner, Nietzsche, Heidegger y todo el postmodern antimoderno y modernista cimentado sobre ellas. Es natural que desde allí se haya denostado y se combata por igual la razón, la ciencia y la ciudad. El Poder –que se nutre de ideologías o mentiras- se disfraza alternativamente con productos culturales del romanticismo clasicista y del clasicismo romántico: mal gusto, irracionalidad y demencia. El Poder (pura entropía) odia la verdad en marcha, a la vez concreta, material y panhumana. Solo las víctimas necesitan la verdad. Por eso siempre luchan por ella. La Carta de Atenas fue publicada sin el menor problema en el París ocupado por las tropas nazis. Su origen –traicionado por Le Corbusier- estaba en el modélico Ámsterdam de 1930, luego destruido. La Carta falsificada entroniza un urbanismo robótico y privatizado al servicio del automóvil (R. Moses) y de las grandes constructoras de infraestructuras. Se trata de un modelo brutal y falsamente moderno, racionalista y por ello ajeno a cualquier racionalidad urbana. Con la Carta, Le Corbusier intentaba redimir su Ville Radieuse, con lo que pudo consolidar su fracaso definitivo como urbanista. Allí, la zonificación estricta “por funciones” disgregaba y en rigor destruía la ciudad y el campo: grandes centros comerciales aislados, grandes bloques de viviendas aislados, grandes centros de servicios urbanos aislados y… rodeados de un retal de césped. Es razonable que, aún desde una ingenuidad romántica y pastoril, surgiera la reacción diametralmente opuesta: una falsa ciudad medievalista y semi-rural (J. Jacobs). La verdadera “ciudad de siempre” debía ser defendida, y así lo hizo Jacobs con cierta eficacia. A pesar de sus naturalistas, ecológicas y buenas intenciones, Jacobs, debido a su corto horizonte teórico, no pudo superar una ideología a la vez neoyorkina y provinciana.
4.- TOPOLOGÍA BÁSICA.
Como ya es sabido, con edificaciones de “bulto redondo” -como los chalets aislados o los bloques aislados- el espacio civil de encuentro y sinergia, el espacio verdaderamente común y político, el espacio público de calidad queda excluido definitivamente. No hay ciudad posible. Y toda arquitectura que no construye ciudad es falsa arquitectura o arquitectura sin verdad, es decir, de muy baja calidad. Sin pequeño comercio continuo en el zócalo de la ciudad tampoco hay ciudad posible. Dicho de otro modo, no existe ciudad sin una cierta densidad. Llamamos Densidad Critica a la densidad mínima necesaria para que se produzca la continuidad del pequeño comercio, taller, artesanía, etc. a lo largo de todas las aceras. Así pues, la clave no reside tanto en las tipologías como en las topologías. Solo las topologías modernas capaces de hacer ciudad -calles y plazas- producen verdadera ciudad. Solo así el espacio público se hace verdadero en un espaciotiempo continuo y panhumano: universal modernidad de la verdad. La ciudad es también estructura económica. En rigor, deberíamos decir estructura crematística. Porque la economía se refiere a la colectividad mientras la crematística -en sentido clásico- alude a la realidad actual: el beneficio privado a base del saqueo público por quienes detentan el poder público al servicio del Poder Financiero Mundial. Según Marx, desde la modernidad no se puede entender la Historia de Roma sin recurrir al catastro tipológico de su “espaciotiempo” y a los grandes propietarios y especuladores de suelo y vivienda. Hoy como entonces, entre las tipologías, ni la vivienda unifamiliar aislada, ni el bloque exento pueden hacer ciudad. La autentica Modernidad combate, ambas tipologías, esos dos zombis de origen, a la vez clásico y romántico. La Modernidad, por el contrario, sobre sus dos ruedas (evangélica y marxista) nos exige recurrir a lo auténticamente nuevo. Por esa Modernidad, Jesús denunció a prelados y clérigos, así como Carlos Marx denunció aquello que denominaba comunismo grosero. El mismo comunismo arcaico y pagano que exhibieron, por ejemplo, el joven R. Wagner o el viejo M. Bakunin.
5.-“CADA CLÉRIGO ME AHORRA CIEN GENDARMES” (Napoleón).
Si el espacio público deviene ideología es porque se ha convertido en sujeto falsario que nos nihiliza, nos despolitiza, nos idiotiza: nos convierte en el apolítico idiotees, en cosa, en objeto de necesidad –consumo-, lejos del sujeto de libertad. Aquí, sin tener resueltas, para todos, las necesidades básicas, cualquier apelación a las libertades es charlatanería liberal, mercantil y fraudulenta. El espacio público también puede ser fraudulento si no tiene valor universal, es decir, común, si excluye a los previamente excluidos: mendigos, prostitutas, inmigrantes, perdedores, etc. Decir “espacio público” no es decir mucho. La obtención de un aparente y galvanizador interclasismo local, también es asunto ideológico y no está lejos del discurso agropecuario, wagneriano, nietzscheano, heideggeriano y criptofascista. La mejor definición de fascismo que quizá podamos encontrar es esta: sistema de dominio que nace, se alimenta y crece culpabilizando y criminalizando a las víctimas del Poder. Veamos su mensaje de presión contra los más frágiles: “Sois negros, sois judíos, sois mujeres, sois pobres, sois enfermos, sois infrahumanos, podéis ser destruidos”. Así se construye el fracaso ético, el fracaso estético y el fracaso epistémico de nuestras culturas, que en su inmensa mayoría son subculturales: los perdedores (ya no hay empobrecidos) son los responsables y culpables de su miseria. Desde los años de Marx y luego de Freud, sabemos que las víctimas escuchan, asimilan, acogen e integran -haciéndolo propio- el discurso del verdugo. Así, las victimas (cada uno en su caso) introyectamos el discurso del Poder y duplicamos esa plusvalía ideológica que el adversario de clase construye a nuestras espaldas y sobre ellas. Hoy y aquí, el neoliberalismo -o postmodern financiero, con su nihilismo cínico- acusa a sus víctimas del saqueo urdido por el gran casino financiero y sus paraísos fiscales: “Habéis vivido por encima de vuestras posibilidades”. Sí: el neoliberalismo es la forma postmoderna del fascismo inmortal.
6.- EL POSTMODERN NOS ACUSA DE “LOGOCÉNTRICOS”.
Hoy los Estados –mientras no lo corrijamos- operan a través de unos gobiernos que son sumisos apéndices del Poder Financiero e Inmobiliario. Incluso en tales condiciones no podemos atacar al Estado: somos nietos de Hegel: nihilismo es sinrazón nietzscheana y por tanto complicidad con el Poder y la injusticia. Por el contrario, debemos poner el Estado al servicio de la verdad, de la ciudad: es la última y única esperanza o refugio de los pobres y los desvalidos, pero también de todo ciudadano: sin Estado no podremos construir con decencia –ética (social), estética (moderna) y epistémica (racional)- la ciudad de todos. El espaciotiempo, aunque aún marcado desde el Poder, es el soporte de la necesidad convirtiéndose en libertad. Esa conversión no puede hacerse sin tomar el Estado para una democracia auténtica (aún inexistente): la libertad que se asienta en la igualdad y la fraternidad. La democracia auténtica y su espacio público (que soñara Robespierre con su Fraternidad y sin su guillotina) tiene que ser cristalización de unas verdades universales que nacen de teorías avaladas por los verdaderos espacios públicos: la O.N.U, el P.N.U.D, U.N.I.C.E.F, la U.N.E.S.C.O. etc. que son las bases del futuro Estado común o panhumano. Esas teorías reniegan de las variopintas ideologías de las 7000 culturas locales –muchas respetables- que hay sobre el Planeta, con sus religiones, mitos, creencias, tradiciones, identidades, artes, artesanías, folclores, costumbres, etc. Solo la civilización única común constituye el verdadero espacio público, racional, comunicable y universal por el que lucharon Jesús de Nazaret, Marx, Engels, Tolstoi, Simone Weil y pocos más. Esa Civilización (civil o común) se puede concretar así: El hombre será Dios para el hombre (Marx). Contra el monárquico Hobbes, esa verdad concreta, de todos y para todos será, entre otras miles: el Teorema de Pitágoras o la vacuna contra la poliomielitis de J. Salk: la civilización común: la verdad verdadera: la verdad de las víctimas.
7.- ¿EXISTE ALGUNA CULTURA MODERNA?
Hoy la lucha política ya no reside solamente en los centros de trabajo asalariado. El Derecho a la ciudad es médula de la necesaria lucha política por nuestros derechos amenazados y devastados. El ilusionismo ideológico (antimoderno, modernista o postmoderno) solo puede ser combatido desde la tan denostada y combatida Modernidad, con una renovada ilustración universal que deje atrás la falsa democracia crematística que aún padecemos. Lejos de la Modernidad y dentro del capitalismo, todo documento de cultura lo es también de barbarie, escribe W. Benjamín. Más del noventa y cinco por ciento de lo que llamamos cultura -modas, novelas, músicas, plásticas, películas, etc.- son pura evasión, superstición y oscurantismo. Benjamín exageraba muy poco. Para obtener un gramo de civilización necesitamos destilar miles de toneladas de culturas nacionales, supersticiosas. Una forma eficaz de superstición es esa forma de idealismo que atribuye a los objetos virtudes propias del sujeto. Un ejemplo cultural: Las rondallas y tunas universitarias franquistas tenían entre sus éxitos más celebrados el mítico pasodoble Islas Canarias: “Mujer de belleza sin par son nuestras Islas Canarias (…) No hay tierra como la mía / Ni raza como mi raza, etc.” Racismo, machismo, chauvinismo y fascismo que nos vuelven a recordar a Benjamín. Imaginarios, leyendas y mitologías –urbanas o rurales- son precisamente una parte de las formas ideológicas para la distracción y sumisión de masas: espectáculo cultural. Entre tanta ficción, por ejemplo, los nacionalismos más palurdos e interclasistas también sirven para ocultar a criminales y corruptos lacayos de la misma Internacional Financiera que cada día nos arrebata nuestro Derecho a la ciudad. Un derecho espaciotemporal que todos los Estados deberían garantizar -para toda persona- como parte de los Derechos Humanos.
SIETE PELDAÑOS EN UN SOLO TRAMO.
No más, ni tampoco menos, en un espacio público bien medido. El libro Espacio Público como Ideología, es un sabio y hermoso cuadro que, pensamos, ha sido construido desde la ciencia, la civilización, la teoría, el poder ilustrado, la libertad, la igualdad y sobre todo desde la siempre olvidada e imprescindible fraternidad. Respecto a ese noble texto-cuadro, estas notas no quieren ni pueden ser más que un sencillo marco.