10 noviembre, 2016
Modernidad de ayer y de hoy
Casi toda la masa material edificada de la ciudad puede ser considerada como “patrimonio”. Por eso el patrimonio edificado no puede ser convertido en fetiche intocable, en totem cultural protegido por el tabú de la tribu, especialmente cuando se trata, como suele ser habitual, de algún pastiche ecléctico, algún “Neo”: historicista y anacrónico.
Aunque descartados -por insignificantes- los valores históricos, arquitectónicos y disciplinares de un edificio, podemos ser más dialécticos. Por ello se debe añadir que un volumen edificado en la masa urbana -por repulsivo que sea desde la calidad arquitectónica de su arquitectura– posee para la ciudad valores geométricos suficientes como para ser respetado: alineaciones, alturas, edificabilidad, límites, calles, perfiles, escalas. Tal es la urbanidad que construye ciudad.
Para intentar valorar con justicia, debe decirse que más del noventa por ciento de lo que llamamos patrimonio urbano en cualquier ciudad del mundo y desde luego en Madrid, no es cosa mediocre, sino más bien basura artística: Modernismo, Eclecticismo, Historicismo, Clasicismo romántico, Romanticismo clasicista. Así buena parte de la masa edificada es repostería decimonónica donde no faltan los fantasmas del rococó: balaustres, frontones, cariátides, golas, cornisas, arcos, chapiteles, todo ello pegoteado a unas fachadas simétricas, ornamentadas y despreciables.
Desde un rigor exclusivamente disciplinar, e ideal, sería mejor que toda esa construcción kitsch al gusto burgués y retroseudo, toda esa escenografía de parpayola y escayola, de purpurina y faramalla, desapareciera, de la noche a la mañana, como por ensalmo. Pero semejante desiderátum, con la tecnología actual es impensable.
Algunos pensarán que es más noble, digno y civil derribar un edificio moyesco o tramoyesco que conservar ese mismo cadáver o peor aún la momia arquitectónica vaciada, disecada y embalsamada. Pero el derribo o voladura de un edificio tiene consecuencias muy nocivas para la ciudad. Debe decirse que derribar un edificio usable o recuperable acarrea tantos inconvenientes que rara vez pueden ser amortizados o compensados: polvo, suciedad, ruido, esfuerzo, sudores, riesgos, maquinas, escombros, despilfarros, deseconomías, y entropía al fin.
En un mundo inmaterial –sin todas esas servidumbres ahora citadas- la ciudad posterior al siglo XVIII solo debería respetar las obras de valor: aquellos edificios de calidad, cuyo genus o valor poético intrínseco sea indiscutible: edificios modernos en la Modernidad de ayer o de hoy. Gracias a esa calidad, solo tales obras son -ética, estética e históricamente- respetables.
Por el contrario, tratar el patrimonio como asunto no poético sino artístico y cargado de prejuicios culturales implica un enfoque reaccionario que conduce al historicismo rancio y finalmente al megakitsch ecléctico. El patrimonio edificado, como hemos señalado arriba puede ser respetado por razones poéticas -constructivas, geométricas, económicas y termodinámicas-, nunca por razones artísticas. Porque todo producto cultural -como diría hoy Benjamín- contiene gérmenes de barbarie incivil. Veámoslo.
Las Culturas son -en su 95%- cosa localista, nacional, municipal, comarcal y espesa. Solo en los casos excepcionales en que esa cultura alcanza a ser Civilización única –universal, panlógica y panhumana- la crítica encuentra allí: Ilustración, Civitas Cosmopolita, y verdadera calidad disciplinar. Por ello, la interpretación del patrimonio tampoco debe asumir claves academicistas y embalsamadoras: por el contrario debe ir más allá del romántico “zeitgeist”, ese fantasmón decimonónico a la vez clasicista y romántico. El que no construye Modernidad –verdad geométrica, material y estructural- tampoco alcanza con su obra la estatura poética de la Civilización; y por tanto –en tanto que mero artista- no construye un espaciotiempo mejor, más bello y más inteligente.
Falso espacio-tiempo: Las Comisiones de Patrimonio en España son instituciones que controlan la recuperación, conservación, reconversión, reposición, rehabilitación, restitución, revitalización, restauración y reconstrucción del patrimonio histórico de las ciudades.
Esas comisiones acostumbran a constituir una covachuela o conventillo de antimodernidad. Casi siempre están compuestas por ilustres aficionados al pastiche de alto estilo y al monumentalismo más efectista y vulgar. Sus honorables miembros suelen ser cronistas de prensa amarilla, salvapatrias culturales, reseñistas retrógrados y agentes de la imitación confitera y de la falsía con nostalgia historicista: refritos y pastiches modernistas son su debilidad y especialidad. Véanse al respecto las Comisiones Ministeriales, Municipales o Colegiales, capaces de distinguir, con una placa heráldica de bronce, la “alta calidad” de un edificio con chapiteles y balaustres, construido en pleno siglo XX: el abominable Edificio España en la Plaza España de Madrid.
Esas Comisiones, de criterio sentimental y antimoderno, ante la imagen historiada de la ciudad, suelen “confundir las legañas con las perlas” -como dijera Cervantes-. Con frecuencia significan una señal del atraso ético, estético y epistémico para las ciudades. Estas rancias comisiones que protegen exclusivamente las deplorables fachadas historicistas desconocen -como embalsamadoras que son- su primera obligación arquitectónica: combatir la falsificación –geométrica y constructiva- en cada recuperación “moderna” de los viejos edificios.
Esas Comisiones historicistas modernistas y antimodernas son agentes del fachadismo taxidérmico y momificado en una falsa arquitectura añorante, solemne y, por tanto, ridícula. Esas comisiones promueven el delito arquitectónico: destrozar la estructura interna para salvar la imagen exterior: la negación absoluta de la auténtica arquitectura. Esas Comisiones –sin control internacional- constituyen un claro ejemplo de como las Culturas municipales suelen dañar a la Civilización panhumana.
Esas Comisiones son la mayor barrera contra la higiénica y necesaria modernización del viejo patrimonio arquitectónico, donde solamente los mejores arquitectos saben tratar Formas y Materiales sin por ello alterar la Estructura geométrica: arquitectónica.
Madrid y cualquier otra ciudad deberán asumir su historia, a veces vergonzosa, como estamos viendo. Porque también la vergüenza puede ser pedagógica y civilizatoria: aprendemos del odioso pasado más que de las últimas novedades. La mejor crítica, aplica ciertas distinciones establecidas por Manuel Azaña y que coinciden con la exigencia selectiva y benéfica del DO.CO.MO.MO. en su defensa del Movimiento Moderno: Lo contemporáneo y actual no suelen coincidir con la Modernidad ni con la Calidad. No todo lo novedoso es valioso; ni siquiera nuevo.