
20 diciembre, 2018
La “Gesamtkunstwerk” catalana o el pensamiento idiota.
Fig.01 – Lucernarios cerrados en la Fundación Miró, Barcelona.
“El lugar elegido en el parque de Montjuic, cerca del funicular y del estadio, es muy bueno. Está rodeado de árboles, dentro de un jardín, y es de fácil acceso. En referencia al nuevo museo, su aspecto debiera ser anti-monumental, expresado en un conglomerado de volúmenes. Las salas formando patios. Los espacios variados: grandes, medianos y pequeños. Regulares e irregulares. Los recorridos bien definidos para crear vistas. La reflexión de la luz es importante. En ciertos lugares, para las esculturas, convendría que entrase el sol…”
Así, en una carta dirigida a Joan Miró en Noviembre de 1.968, describía Josep Lluis Sert el nuevo edificio que debía albergar, junto con la obra del pintor, un centro para el estudio de las tendencias y el arte contemporáneo en Barcelona.
Este centro era un deseo compartido desde siempre tanto por Miró, como por los administradores de la ciudad. Pero sólo se materializó cuando el artista comenzó a transitar por esa senectud pontificia en la que el reconocimiento se vuelve directamente proporcional a la probabilidad del deceso. Afortunadamente para todos, cuando llegó el momento, ninguna de las partes permitió que la incertidumbre progresara. Y en aquel otoño de 1968 el compromiso mutuamente adquirido se resolvió con la cesión por parte de la municipalidad de un magnífico terreno a sotavento en la ladera del Montjuic. Además del aporte de la mitad del presupuesto para la construcción del nuevo edificio. La otra mitad correría a cuenta del pintor con una sola condición: Sert.
La amistad entre Josep Lluis Sert y Joan Miró surgió a finales de los años 20 en Barcelona. Los dos buscaban un arte nuevo y libre cuando se encontraron. Y los dos huían de la doctrina con la que las vanguardias querían imponerlo. El primero había plantado al mismísimo Le Corbusier cuando el Maestro impuso el paso marcial hacia la “Nueva Arquitectura”. Y el segundo a los surrealistas en pleno, cuando estos cambiaron los poemas por los manifiestos. Ambos creían que el arte y no la política debía ser el camino para la instauración de una sociedad mejor. No es de extrañar, por tanto, que desde sus primeros encuentros en el Café Colón, anhelaran con fervor fusionar sus genios.
Lo intentaron cuanto pudieron, véase la Fundación Maeght en 1939, “un lugar único en el mundo que permanecerá en el tiempo como testimonio de nuestra civilización” diría Sert. O la propia Casa Taller del pintor en Mallorca en 1954, “una mezcla entre el fuego del alma y la frialdad de una clínica” diría Miró.
Pero sería este tardío y redentor encargo el que les ofreciera la gran oportunidad de intersecar sus obras en una especie de mónada fenomenológica de la modernidad. Una suerte de “Gesamtkunstwerk” catalana o de “Obra de Arte Total” en la falda del Montjuic.
Y así fue. El edificio se inauguró en 1975. Su aspecto era anti-monumental, se expresaba en un conglomerado de volúmenes, sus salas formaban patios y los espacios eran variados: grandes, medianos y pequeños. Regulares e irregulares. Los recorridos estaban bien definidos y creaban vistas. La reflexión de la luz era importante, y en ciertos lugares, para las esculturas, entraba el sol.
Yo estoy ahora en su interior, justo al pie de la rampa que rodea la Sala de las Esculturas. A mi izquierda, la podría tocar, una enorme y raída lona de saco pintada con acrílicos. A mi derecha, en el centro de la sala, como un astro rey, una maqueta de resina sintética de “La pareja de enamorados de los juegos de flores del almendro”. Cuyo original, un armatoste de más de 20 metros de altura, se encuentra, según leo, en el distrito financiero de “La Defensa” de Paris. Me parece de mal gusto exponer una réplica de resina en un museo, pero en fin…
El día es luminoso como sólo lo es aquí, pero esta luz vital y marina que lo invade todo no entra en la sala. Ni en ésta de las esculturas ni en ninguna otra. Incomprensiblemente, los inmensos lucernarios que ideó José Lluís Sert para capturarla y bañar con ella el genio de Miró, gravitan tenebrosos y amenazantes sobre mi cabeza. Quedando el espacio velado bajo una funesta penumbra. Con las esculturas iluminadas desde el interior por una batería de focos y proyectores, que trasforman el sueño Mediterráneo de Sert y Miró en un interrogatorio del comisario Fumero, la pista central de un circo o la bandeja de un frigorífico. La biblioteca y las terrazas están cerradas.
Finalizo abatido la visita sólo para certificar que cada metro de cada cristal de cada lucernario de cada terraza permanece escrupulosamente sellado, opacado, impenetrable a la luz. Manifestando un menosprecio tan brutal y tan explícito por lo construido que sólo es comprensible desde la ignorancia, la barbarie o la más oscura de las perversiones. La arquitectura permanece secuestrada, amordazada en un violentísimo “bondage” que nos arrebata lo que les llevó una vida unir al pintor y al arquitecto.
La parte se ha tomado por el todo. El museógrafo ha vencido, el delineante proyectista ha vencido, el comercial de lámparas dicroicas ha vencido… el pensamiento idiota ha vencido.
Fig.02 – Sala de las escultura, fundación Miró, Barcelona. Arriba en 1975; abajo en la actualidad.
A Sert no le hubiera sorprendido:
“Desafortunadamente, las obras de arte van del estudio del artista al congelador de los museos, donde pasan a pertenecer a la historia…”